Jaime Chincha, muerto a los 48 años por una insuficiencia cardíaca. La argolla limeña lo llora. La opinión pública pide explicaciones: “Qué sospechoso todo esto”, “lo silenciaron”, “por qué los familiares no dejaron entrar a la policía”, “Cómo estará Úrsula Castrat”. El desconcierto nacional es merecido. Jaime tuvo una carrera meteórica y sus opiniones, gustando o no, marcaron la pauta. Pero su inesperada partida es también un recordatorio de que todas las vidas no son iguales, en especial, la de los periodistas, sobre todo, regionales. Las nuestras valen menos.

No recuerdo a Latina, La República, El Comercio, Exitosa, RPP, Willax y no sé qué otro medio nacional más, los digitales no se salvan, esperar afuera de la casa de Gastón Medina o Raúl Celis, periodistas regionales asesinados por sicarios hace pocos meses atrás, para dejar sus muestras de aprecio o solidaridad. Ni insistir tanto en sus líneas editoriales sobre lo importante que fueron para el periodismo. Les dieron la atención, pero no la trascendencia.

No digo que Rosa María Palacios, Juliana Oxenford o César Hildebrandt les deban lágrimas. Nadie pide inventar emociones que no sienten por desconocidos, mucho menos pretendo minimizar el cariño que en vida le tuvieron a un colega. Solo estoy pesando la indiferencia de un gremio tan desigual como los hechos que señalan desde sus reportajes, grants y becas. A Jaime Chincha nadie lo mató.

El centralismo es endémico. Todos lo pisan, lo describen, pero nadie lo enfrenta. Las soluciones son propuestas por limeños motivados por notoriedad o plata o, peor, provincianos alienados al sueño citadino. El nombre continúa siendo todo. Ganar cinco mil dólares por un reportaje de periodismo de soluciones vale la pena. Sobre todo, los premios. Se nos hace agua la boca. Todos somos perros de caza para olfatear una historia de escasez de agua en Piura, deforestación en Loreto o contaminación en el mar de Trujillo. Quién se atreve a ser vecino de los traficantes, mafiosos, cuellos blancos, narcos o delincuentes comunes a quienes llamamos presuntos. Nadie. Ah sí. Gastón y Raúl lo hicieron y sin tanta remuneración.

Hace rato que el periodismo dejó de ser el cuarto poder. Tal vez, en el Perú, sea de quinta. Perdón. El quinto. Los influencers nos sobrepasaron, retrataron y expusieron. El negocio siempre fue la influencia, no el bien común. Limeño, universitario y bien conectado. Jaime Chincha era influyente. Lo suficiente para que su muerte también lo sea. No es culpa ni de Jaime ni de Gastón ni de Raúl que el privilegio sea cruel, en el Perú todos somos cómplices y el periodismo no es la excepción. No seamos hipócritas. Solo eso pido.

Escribo desde el autoexilio, perseguido solo por mis demonios. Planeo regresar más pronto que tarde a ejercer desde las regiones y a vivir en una de ellas. Contra la voluntad de mi familia, no encuentro paz sino en bregar por hacer patria en las patrias desconocidas para Lima y las grandes ciudades, mi juventud es impetuosa y mentirosa. Sé que regresaré a un país inseguro y trabajaré en un gremio desconfiado, arrogante, egoísta y desunido. Intento descubrir por qué la tranquilidad del primer mundo no me atrae mientras el periodismo me inquieta ilógicamente a una batalla perdida y, de paso, dignificar el oficio. Já. Me tocará vivir muriendo.